Solipsismo

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Comencé a desvestir, con mi característica prisa, los libros de sus bibliotecas, los afiches de sus paredes, las calcomanías de sus ventanas; y todo vocablo, y toda grafía, eran un simple indicio de mis deseos de suicidarme. Comencé a abandonar los vidrios. Comencé a ansiarme de muerte, de encierro. Me aseguré de que sea imposible que los días entren. Era empapelar los estantes, desnudarme, internarme consciente en ese esfuerzo que conlleva el encierro.

Muchas ocasiones respondí el dolor que me causaba estar encerrado, solo, sin nadie, repitiendo el motivo preciso de mi operación; el apetito de terminar con mis angustias generalizó los pretextos. Quería sentir esa decisión que es estar en compañía de la soledad. Quería sentirme un condenado, por usted. Era confabularse con el espacio, para que el tiempo ofrezca mi muerte. Claro que esa soledad era ejecutada por sentimientos tan propios que, para mí, se tornaba indispensable. Estoy feliz; voy a morir.

Varios pensamientos me fueron convenciendo de que este martirio es precisamente lo que debía auto-imponerme (aunque insuficiente es para aquellos que conocen el verdadero tormento). Aún no entiendo por qué no estamos de la manera que yo quería: revolcando nuestros cuerpos encerrados, solos, sin nadie.

En la primera noche, fui víctima del insomnio. Mis meditaciones no fueron menos laberínticas que las de Quevedo, que las de Borges. Quise volcarlas al papel, escribirlas. Los márgenes de los libros fueron, entonces, torturados con ellas. Volví a rasguear esas hojas como si no hubiese escrito palabra desde hacía meses.

Ganándole horas al sueño, llegué aun a venerar las figuras impotentes de las repisas. Todo aquí es testigo de mis constipaciones. Es ilógico que no las ame. Una que otra reverencia a esas magnolias de bronce; mis horas de estar frente a ellas. Simplemente percibieron las disertaciones y los argumentos que tenía para matarme. ¿Cómo no respetarlas? Fue una miscelánea de irritaciones la que me llevó por pura insania a lanzarlas al fuego.

–¡Se lo merecen, las chusmas, por hijas de perra! –exclamé.

La segunda noche me mantuve despierto, compartiendo las horas de vigilia con los libros, con las sábanas, con el fuego del hogar. Procuré llorar. Mis frases habían alcanzado la preponderancia en mi estúpida existencia. La letra por letra en sí. “¿Qué será de usted, bruja del Plata?” Habría afirmado que ésas eran un escondrijo de demencias vagas y oportunas, por no ser que llegué a utilizarlas como un sedante a mis ataques de paroxismo.

Poco a poco se iban construyendo las condiciones esenciales para caer en el vómito: los hedores, los insectos, la inmundicia, los excrementos y quiénes saben qué más.

La tercera noche se llenó de gritos imprevistos, sin receptor ni nada por el estilo. Ya no me importó nada; no me importó ese afecto que tenía hacia usted (lo que sí se podría llamar amor), no me importó mi vida, la suya, la nuestra. Nada. Maldije los días en los que busqué su cuerpo (caiga sobre ellos la cólera del Señor) y bendije aquellos en el que ha encontrado otros brazos, otras manos, otras uñas. Insulté su nombre y el semen que le trajo al mundo su alma; y, entre exaltaciones enardecidas, decidí, finalmente, ponerle fin a las horas de desvelo. Había confiado en usted, pero ¿qué puedo hacer ahora? ¿Desahogarme, quizás, escribiendo y escribiendo como esos que se creen felices inmiscuyéndose entre la literatura? ¿Esos que escriben para descargar su furia, sus sombrías vidas o lo que se les ocurra en el papel? (Esos. Esos soy yo.) En el designio de aliviarme, no obstante, comencé a escribir (sólo me encaminaba a leer las líneas una y otra vez y tirar, por disgusto, decenas de libros al fuego).

“Ya no tengo razón para vivir en este mundo; deseo exasperadamente estrellar mi biografía contra un ataúd; procuro quemar mis Storni, mis Quiroga, mis Lugones”, me dispuse, bajo las horas nocturnas, a escribir.

white and black skull figurine on brown wooden table

Iban ya cinco días y cinco noches dominadas por el hambre y el hastío de no morir. Eran ya los espontáneos dolores de cabeza, las frases, las horas y horas de lectura, las ambiciones reiteradas de ser yo quien me arroje fuego y agonizar carbonizándome, elementos frecuentes en mi satírica subsistencia.

Sé hoy que en el mañana sólo estará aquí mi cadáver. Sólo estarán esas hojas malparidas. Simple: usted no me quiso, me castigo por haberla querido. ¿Qué soy? ¿Uno de esos que se martirizan por pensar que es un pecado amar a quien sea sin que ésa los ame?

Se escucha que llueve; quizás llueve para enfatizar aún más estas líneas y llenar así los vacíos que dejé y no sé con qué completar. Llenarnos mutuamente de sentimientos innegablemente contrarios, como el que la satura ahora de regocijo y me sacude con estos estreñimientos y esta locura; decir su nombre en todos los idiomas y descubrir, sin embargo, que en ellos basta decir un insulto para describirla hasta el seno, hasta las piernas, hasta las manos; crear en mi cabeza un vórtice de incoherencias y alimentarlo constantemente con la certeza de no saber qué hacer con mi vida; incluso cuestionarme, de a ratos, si verdaderamente usted existe, si verdaderamente estoy aquí, si verdaderamente tengo ganas de escribir, si verdaderamente tengo ganas de pensar, si no estoy inconsciente en el cuarto número catorce de un hospital. Estoy loco; estoy feliz; voy a morir.

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De todos modos pensé que el destino quiere que muera, y no lo juzgaré. Quiero la muerte desde un principio y así estaré plenamente feliz. Recordé, entonces, los vaivenes de incoherencias e insensateces, los monólogos que sepulté junto a todos los fuegos, las magnolias de bronce, las alteraciones exacerbadas, las maldiciones a su nombre, las alergias, las inmundicias, los libros, los márgenes, las líneas, los símbolos inútiles, las frases sin sentido, las páginas tiradas al fuego. Ahora bien, las cuestiones y las ilustraciones sarcásticas en los márgenes de Wherter sólo acentúan esos hechos que me avejentaron en siete días y me harán finalmente descansar quizás hoy, quizás mañana, quizás el jueves, quizás el viernes…

Tan extraño; tan solo; tantas maldiciones descomponiéndose vivas, calcinándose, viendo mi cuerpo y los márgenes desparramados. Sólo sé que hubo una maldita en los días en que durmió mi razonamiento y me dominó la inconsciencia. Una lejana certeza me deparó entonces que sí la he amado y ahora los escombros me fueron suficientes para llenar doscientos veintitrés márgenes impuros, llenos de bronca, a punto de arder y perecer con miles de símbolos negros y oscuros que conformaron los versos y las prosas que estoy dispuesto a despreciar. Y esa certeza de saber que verdaderamente la quise sirve para nada. Y todo me llevó a supurar más que nunca las ganas de matarme; “ya no aguanto más; me quiero morir; es un sinfín de grafemas que para mí no tiene sentido seguir escribiéndolas; son del amor y otros demonios, son de los locos sin paz; son esas constipaciones escritas, son inútiles, son mías, mías, mías.” La escritura nunca me ha abandonado[1]. Ya todo es inútil. Todo a la mierda. Estoy feliz; voy a morir.


[1] Duras, Marguerite.

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  1. Photo by João Vítor Heinrichs.

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